Los
abuelos siempre serán ángeles de sus nietos.
S.G. Merino
Mi abuelo llevaba ingresado más de una semana en aquel sucio hospital. No es que estuviera sucio por dentro, pero me asusta todo lo que tenga que ver con hospitales. La razón no era otra que la de ley de vida.
Era ya mayor, nunca se había privado de comer bien o de manera más o menos sana y, teniendo en cuenta que ya tenía 87 años, tampoco es que le hubiese hecho falta.
Sin embargo, aquella vida de excesos pasó factura en forma de un derrame cerebral del lado izquierdo. Tenía el lado derecho del cuerpo completamente paralizado, incluyendo las cuerdas vocales.
La verdad es que los primeros días que fui a visitarlo, me impactó esa imagen de ser vivo en un cuerpo semimuerto, con el color de piel de siempre, pero ahora con ese moreno de tierra de campo deslucido y apagado… casi marchitado. Las manos que antes habían sido fuertes, vitales y llenas de callos, ahora eran las terminaciones de los antebrazos, extensiones de unos rígidos brazos.
Mis visitan habían transcurrido
básicamente conmigo mirando desde la ventana hacia la calle. Esa vista de
mierda perfecta a la avenida Ramón y
Cajal, número 4. La calle con sus casas y sus coches y su gente a ambos
lados del asfalto.
Sin embargo, al quinto día que estuve
allí se me ocurrió una idea. Me volví hacia mi abuelo y su alma me devolvió la
mirada a través de esos ojos apagados.
– ¿Te ha dicho alguien en el tiempo que
llevas aquí, qué se ve desde la ventana?
No, dijeron esos ojos sin mencionar
ninguna palabra.
– Desde la ventana puedo ver… allá a lo
lejos del todo… un campo de trigo cosechado y un señor mayor junto a un niño
pequeño. Podrían ser abuelo y nieto, sí, y el abuelo le está enseñando cómo se
queman los rastrojos.
– Desde la ventana también puedo ver que
hay un camino al lado del campo, que lleva a un puente encima de un arroyuelo.
Sobre el puente veo a otro señor mayor enseñándole cómo se pesca a un niño pequeño…
Desde aquí no se aprecia bien, pero estoy seguro de que están utilizando lombrices
y de que antes de que la tarde acabe, habrán pescado un pez cada uno —continué diciendo sin
girarme hacia mi abuelo.
– Siguiendo río abajo, puedo ver perfectamente
a otro abuelo enseñar a su nieto a lanzar piedras al río para hacer ranas. El hombre
consigue hacer que la piedra cruce el río fácilmente con seis saltos. Sin
embargo, el niño tiene suerte si consigue hacer que una piedra rebote contra
otra piedra antes de que ésta haga una rana.
– Por último, también veo cómo en uno de
los árboles de la ribera del río, un señor empuja el columpio en el que podría
estar sentado su nieto… sí, me atrevería a decir que son abuelo y nieto. Es un
columpio casero, hecho con dos sogas y un tablero…
– ¿Y todo eso se ve desde la ventana? —dijo mi madre desde la puerta de la habitación.
No sé cuánto tiempo llevaría allí, pero el
suficiente para sorprenderme y darme cuenta de que había perdido la noción del
espacio y el tiempo mientras miraba a la calle desde la ventana.
Sin decir nada más, se acercó lentamente,
se situó a mi vera y me rodeó con su cálido abrazo y tras unos segundos mirando
por la ventana, dijo volviéndose hacia mí:
– Yo también lo veo. Además, desde aquí puedo ver a un hombre diciéndole a su hija que ella puede alcanzar las metas que se proponga y que podrá llegar a ser todo lo que quiera en esta vida, incluso la primera mujer española en viajar al espacio.
Nos volvimos hacia nuestro padre y
abuelo, y allí estaba él llorando emocionado.
Palencia, 21 de enero de 2020